Correr es de cobardes

No me gusta correr. Me refiero a lo que ahora llaman "running", antiguamente conocido como "footing". Estoy convencido que aunque lo sigan cambiando de nombre no me conseguirá enganchar. Me encanta hacer deporte, todos, pero me aburre soberanamente salir a correr.

Quizás mi fisionomía no sea la ideal para salir a la carretera, quizás existan limitaciones físicas en mi particular peso y estatura, o en mi corazón o pulmones. Pero no me gusta correr ni he disfrutado con ello nunca. Ojo, que no quiero decir que no lo haga, es un deporte cómodo, en material, instalaciones y sin necesidad de compañeros con los que ponerte de acuerdo para su práctica, pero no disfruto.

Toda la vida me ha supuesto un esfuerzo importante. Bajar de 6 minutos por kilómetro es ciencia ficción, pero siempre lo ha sido, incluso en mi mejor estado de forma cuando jugaba al baloncesto en serio. Observo con envidia y veneración a todos los que corren grandes distancias, a los que se atreven con maratones, a los que derrotan al reloj y a su físico día tras día.

Correr, como nadar, también me aburre. Pienso cosas mientras y no puedo tuitearlas, o escribirlas en el blog, como ahora. En cambio jugar al baloncesto limpia mi mente, en la cancha no pienso en otra cosa que no sea baloncesto. Da igual si estoy yo solo con una pelota o en un final apretado de partido. Cuando practico Baloncesto mi cabeza descansa de su día a día y se entrega al juego, en cambio, cuando corro, no dejo de preguntarme la razón de que me castigue con esa tortura.

La pena es que uno no siempre tiene nueve compañeros con los que jugar y una cancha donde hacerlo. Por mucho que hayamos creado un #twittbasket, no puedo hacer todo el deporte que me gustaría basado sólo en el baloncesto. Por eso corro. Bueno, por eso y por mantener a raya ese peso que algo me preocupa.

Cuando disfrutéis haciendo footing, acordaros de mí y valorarlo adecuadamente. Yo os lo agradeceré mientras meto unas canastas.

Fotografía: wikipedia

Las estadísticas no son todo

Si eres aficionado al baloncesto, seguramente conoces la grave lesión que hace unos días se produjo el base español de los Minnesota Timberwolves, Ricky Rubio. No he podido evitar sentirme triste por lo sucedido y por él en particular. Siempre creí en sus posibilidades en la NBA y en como sería capaz de abrirse camino con rapidez y brillantez tal y como ya hizo Pau Gasol hace unos años.

La media temporada de Ricky nos ha deparado acciones espectaculares y victorias en una franquicia hasta ahora devaluada. No sólo ha sido el juego del español lo que ha traído esas victorias, sino algo más. Ricky, con sólo 20 años, ha llevado la ilusión a sus compañeros, a todo un equipo, a una ciudad y, sorprendentemente, a toda la NBA.

Podría hablar de su humildad, de su sinceridad o de sus habilidades con el balón, todo ello cualidades personales tanto innatas como desarrolladas, pero contagiar la ilusión requiere de algo más, necesita de las dos partes, del contagiado y del contagiador además de muchas pequeñas gotas de ilusión que llenan un vaso que al desbordarse lo inunda todo.

Quizás eso sea la ilusión, una miríada de gotas que van calando hasta no poder valorar cual es la más importante, qué es lo que hace imparable esa avalancha de sentimientos en la que uno mismo se sume. Ese poder de transformación es algo inherente al trabajo en equipo. Yo mismo lo he sentido, afortunadamente, unas cuantas veces en mi vida. Mejor dicho, yo mismo he formado parte de algo ilusionante unas cuantas veces en mi vida.

Tener momentos así en tu vida profesional o personal hace que se salten barreras que en cualquier otra ocasión dudarías en intentar saltar. Contar con un equipo ilusionado no sólo es implicación y metas compartidas, es algo más, es sinergia en estado puro, es la posibilidad de saltar mucho más lejos de lo que los propios miembros del equipo pensaban que podrían saltar.

Pero conseguir un equipo ilusionado no son matemáticas. Son todas y cada una de esas gotas que poco a poco van sumando al todo. Gotas en todos los sentidos, normalmente hay un catalizador inicial, pero luego requerimos del trabajo de todo el equipo. Todos aportan gotas de ilusión hasta desbordar el vaso. Volviendo a nuestro querido Ricky, él prende la mecha, pero luego están sus compañeros, el entrenador, los dueños del equipo y los aficionados. Singular el comportamiento de la estrella del equipo, Kevin Love, que lejos de ver competencia en su nuevo compañero se convierte en su aliado ¿o debería decir se convierten en aliados? ¿quién se alía con quién?

Cómo crear ilusión en un equipo, cómo gestionar un equipo ilusionado, cómo trabajar cuando la ilusión se va. Mi opinión es que las personas y los hechos tienen mucho que ver, pero quizás esté equivocado y todo esto sea como el surf donde las buenas olas aparecen de cuando en cuando y tan sólo hay que permanecer horas en el agua esperando a que llegue ese momento mágico.

Lo que está claro es que la ilusión no sale en las estadísticas ni en los currículums, pero llena los pabellones y mueve las empresas. En estos tiempos donde tan de moda están coaching y mentoring, más debería hablarse de ella.

Fotografía: Joe Bielawa (vía Wikipedia)
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